Rodriguito era un junior que le
gustaba el dinero fácil y los días de juerga… Un día un amigo lo invitó a una
fiesta que resultaría inolvidable.
Tan animada resultó la pachanga
que Rodriguito perdió la noción del tiempo y la conciencia; cuando despertó se
encontró solo, en medio de un oscuro bosque en el que apenas con esfuerzos,
distinguía sus propias manos. Se consideró afortunado de encontrar en su bolsa
una cajilla de cerillos la que por cierto, le sirvió de muy poco, pues con
ellos no alumbraba más allá de la extensión de su brazo, mientras lamentaba su
suerte, se preguntaba ¿que había sido del amigo que en medio de la juerga
juraba ser como su hermano? Si tuviera un poco de lucidez se daría cuenta que
tan solo había sido utilizado para diversión del astuto engatusador, que
alegremente se retiró a seguir la pachanga por su cuenta. Limitado así, de
pocas luces, incapaz de ver poco más allá de su nariz, Rodriguito termina por
perder piso para caer una y otra vez. Pensó que debía dejar huella de su paso,
y de cierta manera lo logró, pues con sus violentos tropiezos dejó en el piso
la marca indeleble de la torpe y descontrolada ambición que lo caracterizó. Si,
seguramente va a ser recordado por un buen tiempo… vamos a extrañar sus dulces
apapachos y la ligereza con la que vivió su época dorada. Esperemos que no se haya indigestado con todo lo que se
empujó y que la cruda no le entre de manera dolorosa.
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